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Hasta que nos volvamos a ver, Santo Padre.

Este Lunes de Pascua, cuando el cielo aún cantaba aleluyas y la tierra olía a resurrección, el Buen Pastor soltó su cayado y siguió los pasos del Resucitado. Es por eso que, con profundo respeto y en serena esperanza, hoy elevamos nuestra mirada al cielo para despedir a un pastor que tocó el alma de la humanidad con su alegría y su humildad: el Papa Francisco. El primer Papa americano, hijo de Buenos Aires y del Evangelio vivo, partió hacia el abrazo definitivo del Padre. Su muerte no representa una pérdida, sino una ofrenda consumada, el último acto de quien se entregó entero a la misión de amar, de guiar, de servir. Francisco fue más que un Pontífice: fue voz de los sin voz, puente entre corazones, testigo de la misericordia y sembrador incansable de esperanza. En su paso por la Iglesia, ha sabido darle verdadera importancia a lo esencial: la alegría del Evangelio, la fuerza de la sencillez, la belleza de una fe que se arrodilla ante el dolor humano y se pone en pie para caminar junto al que sufre. Nos enseñó que el amor no es una doctrina abstracta, sino una presencia concreta en el prójimo. Nos enseñó que “salir” no es solo un verbo, sino una actitud vital del cristiano que se atreve a anunciar, consolar, transformar. A los miembros del Movimiento de Cursillos de Cristiandad, les recordó que la fe es dinámica, viva, profundamente misionera. Su vida fue, en sí misma, un cursillo permanente: una invitación constante a redescubrir lo fundamental, a volver a Cristo, a ser fermento en medio del mundo. Hoy, la Iglesia no se apaga. Hoy, más que nunca, arde. Porque los profetas no mueren, se multiplican. Su legado no queda atrás, nos precede como estrella que guía. Francisco no nos deja huérfanos: nos deja armados con el Evangelio, ungidos por su ejemplo, y comprometidos con una misión que no puede detenerse. Que su memoria nos provoque, nos eleve, nos anime a ser una Iglesia en salida, audaz, alegre, profundamente humana. Que su vida nos recuerde que el Reino de Dios se construye en lo pequeño, en lo cotidiano, en cada paso decidido que damos por amor. Descansa en paz, Santo Padre. Tu voz sigue resonando en cada corazón que ha sido tocado por tu fe.

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