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Roma bien merece una Ultreya

“¿Quiénes sois vosotros y de dónde venís? ¿Cuántos sois y qué secreto poder os ha congregado hoy en Roma?”. Con estas palabras comenzaba la alocución de Pablo VI a los cursillistas reunidos para la I Ultreya Mundial en 1966. Estas mismas palabras bien podrían haber inaugurado la VI Ultreya Mundial que vivimos hace apenas unas semanas en la Basílica de San Pablo Extramuros.

Muchos viajamos a Roma, corazón de la Iglesia, con el deseo profundo de vivir un momento que marcara nuestras vidas como cristianos y cursillistas. La Ciudad Eterna nos acogía, en el marco del Jubileo de los Movimientos, para unir culturas, lenguas y pueblos bajo una sola fe y un mismo carisma. Y qué mejor lugar que junto a los restos de nuestro patrón, San Pablo: el evangelizador incansable, el misionero universal, el apóstol apasionado por Cristo.

La Ultreya fue un gran encuentro donde personas y lenguas se fundieron en un mismo lenguaje: el de la alegría y la amistad. Una alegría honda, esperanzada y contagiosa, que marcó cada gesto y cada palabra. Fue la alegría de sabernos en camino, de compartir, como amigos, la certeza de que este movimiento sigue dando frutos entre jóvenes y mayores, hombres y mujeres, sacerdotes y laicos, unidos por una misma experiencia de fe y comunidad. Un Movimiento que, como nos recordó nuestro presidente en su rollo, escucha, discierne y camina unido en este tiempo de gracia.

Esta Ultreya nos dejó la certeza profunda de que no somos espectadores, sino Iglesia viva en movimiento. No una institución fría, sino una familia que camina, se transforma y se deja conducir por el Espíritu para servir con fidelidad creativa al Carisma. Llamados a vivir nuestro “cuarto día” como verdaderos testigos del Evangelio. Testigos que proclaman que con Cristo todo se puede, que Cristo y yo, mayoría absoluta.

Los testimonios que escuchamos fueron claros y conmovedores: vidas transformadas, entregadas, comprometidas. Jóvenes —y no tan jóvenes— que nos animaron a seguir viviendo el Evangelio día a día, en nuestro metro cuadrado, con pasión y coherencia. Como dijo el Papa Francisco en el Congreso Nacional de Laicos en España (2020):

“No tengan miedo de patear las calles, de entrar en cada rincón de la sociedad, de llegar hasta los límites de la ciudad, de tocar las heridas de nuestra gente… Esta es la Iglesia de Dios, que se arremanga para salir al encuentro del otro”.

 Y si hubo un momento que selló esta experiencia de comunión y envío, fue la Eucaristía final. Vivirla como colofón de la Ultreya Mundial fue experimentar el latido de la Iglesia universal. Allí comulgamos no solo con Cristo, sino con hermanos de todo el mundo que comparten el mismo fuego: el de saberse cursillistas y enviados. Ante el altar y sobre la tumba del apóstol de los gentiles, nos descubrimos apóstoles del primer anuncio, llamados a hacer presente a Cristo vivo en cada rincón del mundo.

Aquella no fue una misa más. Fue impulso misionero, certeza renovada de que Cristo cuenta con nosotros para encender corazones. Fue una liturgia donde se fundieron las culturas y acentos en una sola voz: la del Pueblo de Dios que celebra, que se entrega, que sale. Un momento de gracia en que el “¡De colores!” se hizo oración, y el Pan compartido nos recordó que sólo desde el amor vivido se puede anunciar con fuerza la Buena Nueva.

Por todo lo vivido, hoy respondemos con gozo a las palabras de Pablo VI:

Somos cursillistas y venimos de todas partes del mundo, impulsados por el Espíritu Santo, para vivir con intensidad el espíritu peregrino que da forma a nuestro método. Hemos llegado para que nuestros corazones se empapen de la fe viva de los primeros cristianos en la Roma santa; para reconocer en el Papa la presencia viva de Cristo; para sabernos parte activa de la Iglesia; y para dejarnos encender por el fuego del Espíritu, que renueva a la Iglesia en su esencia, en sus movimientos y en su manera de vivir el Evangelio.

Adelante Cursillistas, Ultreya et suseia.

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