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Hacia Belén, juntos: un Adviento cursillista

Cada año, casi sin darnos cuenta, la Iglesia retoma el hilo de un tiempo antiguo y siempre nuevo: el Adviento. Y aunque lo conocemos bien, siempre llega como llegan las visitas queridas: sin ruido, pero llenando la casa. Hay algo en estas semanas que nos mueve a caminar, a acomodar el corazón, a mirar un poco más lejos. Y cuando uno lo piensa despacio, este tiempo tiene mucho del Movimiento de Cursillos de Cristiandad: comienza por dentro, crece en comunidad y termina siempre en un encuentro con Cristo que cambia la vida.

El Adviento no irrumpe; se insinúa. Es una promesa que empieza bajito, como esos momentos de precursillo en los que uno empieza a despertar, casi sin darse cuenta, porque alguien le insinúa que quizás Dios tiene algo preparado. Así también comienza este tiempo: con un susurro que dice “levántate, ponte en camino, algo nuevo está por llegar”.

A veces, el Adviento se parece al comienzo de un Cursillo. No al entusiasmo grande del primer día, sino a ese latido previo, cuando la persona llega sin saber del todo qué espera, pero intuyendo que algo podría cambiar. El Adviento es ese umbral. Y año tras año, nos invita a cruzarlo.

Hay en estas semanas un gesto antiguo de la Iglesia: el de esperar. Una espera que no es pasiva ni resignada, sino parecida a la que vivió el primer grupo de cursillistas que descubrió que la gracia los estaba adelantando. La esperanza es así: no nace en el esfuerzo propio, sino en la certeza de que Dios viene. Y ese “viene” es el verbo esencial del Adviento y también el del MCC.

Porque si algo han comprendido los Cursillos es que la fe no empieza en nuestro movimiento hacia Dios, sino en su movimiento hacia nosotros.

El camino del Adviento también habla de comunidad. No se camina solo. Nunca se ha esperado a Cristo solo. La Iglesia entera avanza, domingo tras domingo, encendiendo velas que sostienen la llama unos en otros. Y cómo no ver allí el modo cursillista de caminar: en grupo, con nombres propios, con historias que se cruzan, con esa amistad que no es sentimentalismo sino espacio de gracia. El Adviento nos recuerda que nadie llega a Belén sin compañía, como nadie recorre el cuarto día sin un grupo que lo sostenga.

A medida que el Adviento avanza, aparece la alegría. No la alegría ruidosa de las fiestas, sino esa otra más suave, más honda, que tiene el tono del Dios que se acerca. Es la misma alegría que los cursillistas reconocen cuando descubren que la vida cotidiana se vuelve lugar de encuentro. Una alegría que no se impone, que nace de saberse buscado, acompañado, enviado.

Adviento es un tiempo que sonríe antes de hablar. Un tiempo que recuerda que el cristianismo, en su raíz, es buena noticia.

Y si uno sigue avanzando por este camino, descubre que el Adviento es casi un relato en cuatro capítulos. Cada domingo abre una ventana distinta, como si el tiempo se desplegara lentamente para no abrumarnos con la luz de golpe. Los antiguos decían que el Adviento es la “espera activa”. A los cursillistas nos gusta hablar de proceso. Y ambos lenguajes, al final, dicen lo mismo: lo importante es dejarse conducir.

Este artículo quiere ser simplemente la puerta de entrada a ese recorrido.

En los domingos que vienen hablaremos de vigilancia, de voces que preparan caminos, de alegrías que no se explican y, finalmente, de una joven que dijo “sí” y abrió la historia de la salvación.

Pero hoy basta con recordar esto: el Adviento es un camino que siempre empieza en lo pequeño, como empezó el MCC; que crece en comunidad, como crece la amistad cursillista; y que termina encontrando a Cristo en un lugar inesperado, como tantas veces sucede en el cuarto día.

Cada año el Adviento vuelve.Vuelve para que volvamos también nosotros.

Para que el corazón, que a veces se adormece, vuelva a ponerse de pie, como aquel cursillista que descubre de nuevo que Dios lo llama por su nombre.

Y así empieza esta historia. Con una promesa, con un camino, con un Dios que viene.

Lo demás, lo iremos contando domingo a domingo.

De Colores.

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