Cuentan que a la India había llegado un misionero laico, que se dedicaba a atender a los enfermos en un pequeño dispensario. Uno de esos días entró en él, un pequeño niño que necesitaba que se le realizara una cura. El misionero le recibió con su mejor sonrisa y le invitó a sentarse. Al verlo, el niño se quedó muy sorprendido. Era la primera vez que veía a alguien así; limpio, aseado, distinto a todo lo que se había encontrado en su corta vida. El cooperante lo hizo sentirse alguien especial; como si fuese el primero, el último, el único al que iba a atender. Le limpió la herida, se la vendó y al terminar la cura, le ofreció algo de comer, le regaló una estampa con las oraciones de San Francisco Javier y le pidió que rezara por él. El niño estaba anonadado. Al salir de la enfermería, lo primero que hizo, fue ir a preguntarle a una monja que estaba en la recepción, que quién era ese hombre tan distinguido que lo había atendido y había dejado su vida en sus oraciones, y ella le respondió, sin prestarle mucha atención, que un laico. El niño no se lo podía creer. Un laico, todo un laico lo había atendido. Nunca nadie tan importante lo había hecho sentirse de esa manera. Cuando llegó al orfanato no podía dejar de contárselo a todo con el que se cruzaba: “Un laico, he conocido a un laico”. Cuando las monjas lo escucharon, no paraban de sonreír ante la inocencia de aquel niño. Al final, lo sentaron y le explicaron qué era un laico. El niño las escuchó impertérrito y al terminar, les respondió con una sonrisa en los labios: “Hermanas, yo de mayor quiero ser laico”. Un laico, único e imprescindible por el mero hecho de llevarle a Dios a los demás.
Tras el Concilio Vaticano II se produjo el redescubrimiento del papel del laico, como parte integrante de pleno derecho de la Iglesia. Se produjo el reencuentro con nuestro derecho y deber, en un contexto secular, a ejercer nuestra misión como apóstoles de Jesucristo. Fermentar los ambientes donde Dios nos ha llamado a vivir nuestra realidad como Cristianos. Hay que señalar que, anteriormente a este, y es algo que duele reconocer, estábamos llamados prácticamente a ser el rebaño, en el más amplio sentido de la palabra. Pues, en el Concilio se nos reconoció, por nuestro bautismo y posterior confirmación, nuestra función sacerdotal, profética y real de Jesucristo. Y aunque el Concilio Vaticano II dejó claro el deber y el derecho de los laicos a anunciar el Evangelio también de palabra, lo que se recibió del Concilio, de puertas para fuera del Vaticano, fue que el laico debía transformar su realidad a través de su compromiso y ejemplo de vida, sin poner el énfasis en el papel del laico como comunicador del Anuncio cristiano.
Gracias a Dios, todo esto ha ido cambiando con los años, aunque he de decir que no tanto como nos hubiese gustado. Desde el Concilio, los Papas han venido repitiendo en las últimas décadas que la nueva evangelización se hará por la preciosa colaboración de los laicos o no se hará. Urgiendo a los laicos a tomar conciencia de este imprescindible papel; el redescubrimiento de nuestro profetismo laical.
En estos días, el Papa Francisco nos ha vuelto a interpelar, a los pastores y los fieles laicos, sobre la corresponsabilidad en la evangelización en la Iglesia. “Un camino, marcado por Dios, a vivir de manera más intensa y concreta en la comunión para así superar las barreras establecidas desde hace años que separan el clero del laicado, la Curia romana de las Iglesias particulares, los Movimientos Carismáticos de las parroquias”… Está claro que es un camino largo del cual todavía queda mucho por recorrer para que la Iglesia viva como el verdadero cuerpo místico de Cristo. Un cuerpo unido en la misión y encarnado como santo Pueblo fiel de Dios, como afirmó el mismo Pablo VI en “Lumen gentium”, allá por el año 1965.
Estamos todos llamados a compartir la misma misión. Trabajar por un mundo, donde Dios se manifieste a través de cada uno de sus hijos. Esta forma de entender la Iglesia debe de acercar a los pastores y a los laicos a trabajar en un propósito común. Manifestándose así la complementariedad de los diversos carismas de la Iglesia. Tal como lo hizo San Pablo; el cual, siempre llevó a cabo la evangelización junto a otros; nunca solo. Así, de la misma manera ocurrió en los grandes momentos de la gran renovación y del impulso misionero de la historia de la Iglesia. Pastores y fieles laicos juntos, como un solo pueblo que evangeliza.
“Para esta corresponsabilidad evangelizadora es indispensable trabajar en la formación del laico. Y esta debe de orientarse sobre todo a la misión a la que estamos llamados”. A una misión viva y vivida. Encarnada en cada uno de nosotros para no caer en ideologías que nos acerquen simplemente a teorizar sobre nuestra fe y no a sentirla como algo esencial en nuestro día a día. Esta formación tiene que nacer de la escucha del kerygma y ser alimentada con la palabra de Dios y con los sacramentos. Todo esto nos ayudará a crecer en el discernimiento personal y comunitario, nos involucrará inmediatamente en el apostolado y en diversas formas de dar testimonio. Un testimonio basado en la propia experiencia, en nuestra propia historia, testimonio de oración. Acercando nuestro testimonio de vida a quienes nos necesitan, acercándonos a los más pobres, a los que se encuentran solos. Es de este modo como nos formamos para la misión: saliendo al encuentro de los demás. Trabajando una formación sobre el terreno y, al mismo tiempo, viviendo un camino eficaz de crecimiento espiritual.
“El mundo de hoy necesita de una eclesiología integral como ocurrió en el nacimiento de la Iglesia”. Donde todo estaba unificado por la pertenencia a Cristo y la comunión sobrenatural en Él y con los hermanos. Para ello, debemos superar esa visión sociológica, piramidal, arcaica de la Iglesia, que en el fondo, no es otra cosa, que dar forma al poder asignado a cada categoría que nos conforma. Tenemos que darnos cuenta que este mundo en el que vivimos cada vez está más secularizado por lo que debemos de distinguirnos en este mundo, como Pueblo de Dios, por la fe en Cristo; no por el estado de vida ni la vocación, a la que hemos sido llamados. “Somos bautizados, cristianos, discípulos de Jesús. Todo lo demás es secundario. Nuestra pertenencia común a Cristo nos hace a todos hermanos. Hermanos con Cristo, hermanos con los sacerdotes, hermanos con todos”.
“Por eso los laicos estamos llamados a ser hombres y mujeres de Iglesia en el corazón del mundo y hombres y mujeres del mundo en el corazón de la Iglesia”. Los Laicos no somos “huéspedes” en la Iglesia. Una Iglesia donde el laico sea laico y el sacerdote, sacerdote. Sin clericalismos ni laicismos. Una Iglesia orientada a la misión, donde las fuerzas se unifiquen y así caminemos juntos para acercar a los demás a Cristo; una Iglesia donde nos una nuestro bautismo como un auténtico cordón de fe; una Iglesia donde se viva una verdadera fraternidad y trabajemos cada día, codo con codo, en todos los ámbitos de la pastoral. En definitiva, una Iglesia donde pastores y laicos caminen juntos hacia un nuevo Pentecostés.
Raúl González Hurtado