Queridos hermanos y hermanas del Movimiento de Cursillos de Cristiandad, presentes en los cinco continentes: Con inmensa alegría me dirijo a todos vosotros en esta entrañable celebración de la Navidad. Desde los distintos rincones del mundo —Europa, América, África, Asia y Oceanía—, unidos por un mismo carisma y una misma fe, nos reunimos espiritualmente en torno al misterio más grande y más hermoso: el nacimiento de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre. La Navidad no es un recuerdo del pasado ni una tradición que se repite cada año casi de forma automática. La Navidad es un acontecimiento actual, vivo, personal. Es Dios mismo que sale a nuestro encuentro, que entra en nuestra historia concreta, en nuestra vida real, para compartirla, iluminarla y salvarla. Dios no se queda lejos observando desde la distancia: Dios se hace cercano, se hace niño, se hace hermano.
En Belén contemplamos el corazón mismo de nuestra fe. Jesucristo, Palabra eterna del Padre, se encarna para hablarnos de Dios con palabras humanas y para mostrarnos el camino de la vida auténtica. Él es la Vida con mayúsculas, la Vida que da sentido a nuestra pequeña vida cotidiana, la Vida que vence la oscuridad, el pecado y la muerte. En la Navidad descubrimos que la iniciativa siempre es de Dios, que nos ama primero y nos busca sin cansarse. Para nosotros, cursillistas, la Navidad tiene una resonancia muy especial, porque en el fondo, todo Cursillo es una experiencia de Navidad: el descubrimiento de que Cristo vive, de que me ama, de que camina conmigo y cuenta conmigo. El Niño de Belén es el mismo Cristo vivo que un día salió a nuestro encuentro y nos cambió la vida; y ese encuentro sigue siendo el centro, el corazón, la razón de ser de nuestro Movimiento.
La Navidad nos invita a entrar en el misterio, a no quedarnos en la superficie. Nos invita a contemplar a Jesucristo y a dejarnos interpelar por su modo de vivir: la pobreza de Belén, la humildad de la Encarnación, el silencio, el ocultamiento, la sencillez. Dios se revela en lo pequeño, en lo aparentemente insignificante, para enseñarnos que lo esencial no necesita ruido. Este misterio nos recuerda que la salvación no viene de nuestras fuerzas ni de nuestros méritos, sino del amor gratuito de Dios. Jesucristo nace para liberarnos del pecado, sí, pero también para algo más grande: para hacernos hijos de Dios, hombres y mujeres nuevos, capaces de vivir una vida nueva. La Navidad es, por eso, una fiesta de esperanza. No una esperanza ingenua o superficial, sino una esperanza sólida, fundada en la fidelidad de Dios.
En un mundo marcado por la incertidumbre, la violencia, la guerra, la división y el desencanto, la Navidad proclama con fuerza que Dios no abandona a la humanidad. Al contrario, se compromete con ella hasta el extremo. Y este mensaje resuena con especial intensidad en el corazón del Movimiento de Cursillos de Cristiandad, llamado a ser fermento evangélico en medio del mundo. Navidad es la fiesta del amor de Dios; un amor tan grande que se hace cercano, tan eterno que entra en el tiempo, tan poderoso que se manifiesta en la debilidad de un niño. En el pesebre de Belén aprendemos que el verdadero poder es el amor, que la verdadera grandeza es el servicio, que la verdadera libertad nace de la entrega.
Este amor nos impulsa a la reconciliación. La Navidad es la fiesta de los puentes tendidos, de los lazos restaurados, de los corazones sanados. No tendría sentido celebrar la Navidad manteniendo el rencor, la división o la indiferencia. El Niño-Dios nos invita a reconciliarnos con Dios, con los hermanos y con nosotros mismos; nos llama a ser constructores de comunión allí donde vivimos. Navidad es también la fiesta del compartir. Los pastores, hombres sencillos y sin grandes conocimientos, se ponen en camino tras escuchar el anuncio del ángel: “Hoy os ha nacido un Salvador”. No entienden todo, pero confían. Y al llegar, ofrecen lo que tienen: su presencia, su corazón, su vida. Ellos nos enseñan la actitud fundamental del cursillista: disponibilidad, sencillez y apertura al Misterio.
También nosotros estamos llamados a recuperar la capacidad de asombro, a no vivir la fe por inercia ni la Navidad por rutina. Llamados a acercarnos al Niño-Dios con el corazón abierto y ofrecerle nuestra vida entera: lo que somos, lo que hacemos, lo que esperamos. Solo así podremos recibir su paz, esa paz que el mundo no puede dar. “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor”. Esta es la gran proclamación de la Navidad. Una paz que no es ausencia de problemas, sino presencia salvadora de Dios en medio de ellos. Una paz que estamos llamados no solo a recibir, sino a vivir, a compartir y a construir en nuestros ambientes.
Queridos cursillistas: el mundo necesita testigos de esta alegría, de esta esperanza, de esta paz. Necesita hombres y mujeres que, desde la sencillez de su vida cotidiana, anuncien con su palabra y con su testimonio que Cristo vive y transforma la vida. Ese es el regalo más grande que podemos ofrecer en Navidad. Pidamos al Señor la gracia de vivir este tiempo con profundidad, con gratitud y con compromiso. Que María y José nos enseñen a acoger el misterio. Que el Niño Jesús renueve nuestra fe y nuestro entusiasmo apostólico. Y que, unidos como familia cursillista universal, podamos proclamar con gozo: ¡Cristo vive! ¡Cristo nos ama! ¡Cristo cuenta con nosotros! De corazón, os deseo a todos una Santa y Feliz Navidad. ¡De Colores!
D. José Ángel Saiz Meneses
Arzobispo de Sevilla
Asesor Espiritual del Organismo Mundial de Cursillos de Cristiandad.